sábado, 3 de enero de 2015

Parece que sólo hablo de cosas superficiales.

Hace frío. Es un día soleado de invierno. 

No sé qué espero conseguir de esto, de este absurdo confesionario que muchas veces resulta ser un despropósito. El tiempo ha pasado rápido y sutil. Me dispongo a hacer una descripción de nada nuevo, como una actualización temporal de lo que nunca cambia y sin embargo, debe ser notificado. Me sumerjo en la rutina. Me hundo. 

Salgo a la calle y percibo la soledad con mayor intensidad. Veo a la gente pasear, conmutar de un lugar a otro, impasible, escasamente existentes. He probado la mediocridad una vez tras otra últimamente, y tengo miedo de acostumbrarme. Tengo miedo de contagiarme. Es como si conjuntos grandes de seres humanos fueran rebaños, y cada uno fuera un frasco distinto pero lleno de la misma mierda. Pocos superan mi juicio para saber si merecen la pena. Literalmente, pocos me harían sentir tristeza si se fueran. Me mezclo entre ellos. Mi sustancia se mezcla con la suya, levemente. 

Diría que me duele, pero no es dolor lo que siento. En una sensación indescriptible. Es triste, pero no produce llanto. Es casi ajeno. Es la consecuencia de tanta cuestión y tanta confusión, tanto deseo de estar solo y de estar solo con alguien. Me arrepiento de mi vida, de haber vivido. No me quedan palabras. Tengo la sensación de haber sido contaminado por un lenguaje que no es el mío. No lo entiendo. Yo sé que hay algo dentro de mí que no es cómo debería ser. Y no sé por qué tengo una idea de cómo debería ser. Odio que sea inevitable ser mundano por vivir en este mundo. 

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